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Destino

Les Calanques: rincones de ensueño en la Costa Azul

Marsella es una ciudad de barrios infinitos encaramados sobre ocres colinas desde los que puede verse el mar. La urbe menos francesa de Francia lo es por su idiosincrasia salvaje, tendente al jolgorio y abrazada a la vida callejera, herencia secular de sus pobladores, llegados de todos los lugares del Mediterráneo.

Marsella nació griega, mutó en romana, y jamás se ha sentido a gusto del todo perteneciendo a la “Gran Francia”, al igual que nadie acostumbrado al vino, la playa y los espetos al atardecer podría aparentar ser un sobrio gentleman entre los estirados burgueses de París.

La ciudad francesa se esfuerza por demostrarlo, pero el ramalazo mediterráneo aflora en cuanto sale el sol: de día, la ciudad es una jungla, y no hay caminante en sus barrios que se detenga a mirar el reloj.

La sensación de asfixia que produce Marsella, con sus cláxones, semáforos, callejuelas intrincadas de una sola dirección y bullicios irrefrenables de gente en perenne movimiento, puede mitigarse, hasta desaparecer por completo, escapándonos rumbo al mar.

Es el mismo itinerario que siguieron los personajes del Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, así como numerosos rebeldes, revolucionarios y personajes perseguidos por la justicia y la opresión representadas por la caótica Marsella.

Muchos dieron con sus huesos en las mazmorras del Castillo de If, situado sobre un peñón frente al puerto de la ciudad, y muy pocos lograron escapar de allí.

Sólo algunos afortunados, como el literario Edmond Dantés o el legendario “Hombre de la Máscara de Hierro” esquivaron la vigilancia de los guardias y de las olas, y dejándose llevar por las corrientes marinas, arribaron al último refugio de la Costa Azul, un macizo montañoso, hogar de piratas y perseguidos, lugar de leyendas y misterios, en cuyas calas aún habitan nereidas: Les Calanques.

A nado o en barco, lo primero que encontraban los prófugos escapados del castillo marsellés de If, al emprender su huida lejos de Marsella, era una cordillera de picos blancos como la nieve cuyas cimas se zambullen en el Mediterráneo de forma brusca y contundente, deseando amasar las aguas del mar.

Tal es la agresividad del macizo, que pocos marineros esperan encontrar refugio a los pies de semejantes montañas. Su roca, caliza brillante y ligera, fue utilizada para construir el Faro de Alejandría y el Canal de Suez, sabedores tanto ingleses como romanos de que la piedra de Les Calanques jamás se quebraría ante la fuerza del agua.

Sin embargo, dicha roca sí fue quebrada: entre las cimas pobladas de pinos blancos de Provenza aparecen diminutas calas y ensenadas donde van a morir los arroyos que brotan de los montes, formando vallecitos estrechos y sombríos que reciben el nombre provenzal de calanco.

Estas ramblas comprimidas entre montañas, cuyos cursos de agua sólo reviven durante las lluvias de otoño, lucen desiertas, sin más vida que la de los chiringuitos veraniegos y los cuatro esquifes de pescadores que dormitan sobre la arena.

El agua es translúcida y el sol golpea fuerte, iluminando la entrada de mil cuevas, oquedades y refugios propiciados por la caliza, confiriendo a Les Calanques la apariencia de un enorme queso gruyere sembrado de agujeros: el lugar idóneo para esconder un tesoro pirata.

La ruta marítima que transcurre entre Génova (Italia) y Marsella (Francia) fue, y continúa siéndolo, una de las principales arterias de comunicación de Europa entre dos de los más importantes puertos del Mediterráneo.

Las calas y puertos de Les Calanques han participado en la creación de la misma, tanto para bien, como para mal; sus abrigos naturales resultaban útiles tanto a los mercantes sorprendidos por una tempestad, como a los piratas que, agazapados tras los cabos y escollos, esperaban a la noche para lanzarse sobre sus víctimas.

Eran tierras de refugio propicias para proscritos y supervivientes, buscavidas y forajidos. La gruta de Trémies, en el corazón de Les Calanques, esconde uno de los últimos refugios galos del Homo neanderthalensis, constreñido por la expansión del Homo sapiens y los cambios en el clima europeo, necesitado de montañas, presas y soledad.

Lo mismo que precisaban los monjes que, escapando de la invasión musulmana de la península ibérica, encontraron en Les Calanques su último refugio.

La belleza de esta tierra sin señor, de las montañas blancas sin dueño, ley ni orden, que se abren a las puertas de Marsella, puede atisbarse al visitar las calanques de Sugiton, con su característico peñasco vigilando la entrada a la cala; la calanque du Devenson, cuyo acceso sólo puede efectuarse mediante embarcación; o la calanque de Sormiou, alcanzable a pie tras una bella caminata que discurre entre bosques de pinos hasta una cala donde el agua es cristal y la arena, un fino mantel de conchas blancas.

Aquellos que deseen encontrar su refugio, su particular calanque donde olvidar el mundo a base de danzar entre espumas y dejar huellas en la playa, tienen todo un crisol a su elección: Morgiou, l’Oule, Cortiou, la Mounine, Marseilleveyre…

Todas ellas podrían figurar en un videoclip destinado a despertar nuestras ansias de paraíso, o en un anuncio alegórico sobre las bondades del verano. El Mediterráneo las arropa, y las montañas tapan los fríos vientos del norte: no existe refugio en Francia como Les Calanques.

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