Nos acercamos a la desembocadura del Tajo con la perspicacia de un arqueólogo viajero que pretende desenterrar entre la nostalgia los tesoros que hicieron (y hacen) grande a Lisboa.
No es nueva Lisboa para nosotros, es vieja. Así, tal cual, con el aplomo de un adjetivo que encierra respeto, sabiduría y nostalgia. Tampoco es la primera vez que la ciudad blanca nos ciega con su luz, reflejada con perfecta simetría en su calzada portuguesa y en los intrincados patrones de los azulejos de sus fachadas.
Pero aquella capital en la que la saudade lo impregnaba todo –desde un sentido fado hasta un elaborado dulce conventual– se está desvaneciendo tan rápido en un mundo clonado hasta la saciedad que encontrar aquello que la hace única se antoja una labor delicada.
Por ello, hemos decidido acercarnos a la ciudad de las siete colinas sin prejuicios, con la atención y perspicacia de un arqueólogo viajero que escarba en sus entrañas para, poco a poco, ir desenterrando los tesoros que la hicieron grande antes de que desaparezcan o caigan en el olvido.
Si abrimos la Claraboya de la que hablaba Saramago (su libro perdido y encontrado) veremos que en el corazón de Lisboa aún quedan vestigios de su verdadera esencia. La auténtica, la que nos recuerda, una y otra vez, por qué volver a la desembocadura del Tajo es siempre una buena idea.
DE PALACIO EN PALACIO
Fue la mano experta de la brasileña Martha Tavares la encargada de rehabilitar el edificio del siglo XVI que hoy ocupa The One Palácio da Anunciada, un cinco estrellas decorado por Jaime Beriestain que te dejará embobado con los elementos originales –ojo a los frescos barrocos de los techos ya los espejos gigantes del antiguo salón de baile– y fascinado con los añadidos, como su Despacio Spa y su moderna piscina exterior. Desayunar en su enorme jardín presidido por un centenario drago es una experiencia que te transportará a los tiempos en que el palacio fue residencia de los condes de Ericeira, cuando lo mejor del barrio de La Baixa ocurría de puertas para adentro.
También histórico es el Palacete Chafariz d’El-Rei –de hecho, el edificio del siglo XVII está catalogado como Monumento de Interés Municipal–, un hotel boutique de tan sólo seis suites con vistas al Tajo y los callejones de Alfama que fue hogar de la nobleza.
Su aspecto insólito –ecléctico neomorisco en el exterior y con detalles neobarrocos, neoclásicos y art nouveau en el interior– es su mayor reclamo y su desayuno, servido en porcelana fina bajo la buganvilla de su terraza, te hará sentir como aquel marqués que un día lo habitó.
Inesperado, extravagante y excesivo, así es (y siempre ha sido) el Palácio Chiado. Las fastuosas, aristocráticas y decimonónicas reuniones celebradas en su multitud de salones corrían a cargo del segundo barón de Quintela y conde de Farrobo (lo que habría dado origen a la expresión portuguesa farrobodo, que significa fiesta desenfrenada).
Hoy son los hermanos António y Gustavo Paulo Duarte, junto a Duarte Cardoso Pinto, quienes han creado un concepto gastronómico tan variado y atrevido en este edificio del siglo XVIII que lo mismo puedes tomar un cóctel con sesión DJ en directo –rodeado de frescos restaurados– que sentarte a la mesa bajo un contemporáneo y alado león de oro para probar unos taquitos de langosta o un curry de pescado, langostinos y mejillones.
ENTRE CERÁMICA Y COLMADOS
Acudir al nuevo Centro Interpretativo da História do Bacalhau es la manera más didáctica e interactiva de conocer la importancia del bacalao en la idiosincrasia portuguesa. Pero en la loja (tienda) Manteigaria Silva, con su decoración original, sentirás que estás en un auténtico templo centenario dedicado a este pescado conocido en Portugal como el ‘pan de los mares’.
En sus paredes, entre los vinos y viandas que vienen a comprar chefs tan prestigiosos como José Avillez, encontrarás fotografías antiguas de cuando en Lisboa se impuso el racionamiento del bacalao y había policías apostados en las tiendas para controlar su venta.
Tricana, Prata do Mar y Minor son las tres marcas de la Conserveira de Lisboa, una tienda fundada en 1930 que mantiene su aspecto tradicional y ha reutilizado los primeros recursos tipográficos de sus latas de conserva para actualizar su imagen corporativa sin perder su esencia y filosofía. Al otro lado del mostrador de madera te encontrarás a Tiago Cabral Ferreira, uno de los propietarios y profesor de Ingeniería Electrónica en la Universidad Nueva de Lisboa.
Él se encarga también del negocio familiar, al que acaban de sumar conservas de pescados de río, como carpas, lucios y percas. Una curiosidad: su abuelo escogió el nombre de Tricana para la mujer litografiada en las latas, ya que así era como en su Coimbra natal se conocían a las pescaderas ambulantes (en Lisboa se las llama varinas) que cargaban la mercancía en una cesta sobre la cabeza.
Para formarte sobre la historia de la cerámica portuguesa no hay lugar mejor que el Museo de Bordallo Pinheiro, donde se exhiben tanto las ilustraciones satíricas creada por el artista para periódicos humorísticos de la época como su azulejería con relieves de ranas que fuman, cangrejos que se espantan y mariposas art noveau que vuelan hacia el naturalismo de finales del siglo XIX.
Pero para comprar verdadera cerámica portuguesa del siglo XX deberás acudir a Cortiço y Netos, donde Tiago Cortiço vende las baldosas originales producidas desde la década de 1960 que su abuelo atesoraba en la ya desaparecida tienda familiar de Benfica.
SABORES DE ANTAÑO
Originales (y muy, pero que muy vintage) son también los azulejos que se conservan en las paredes de la marisquería Uma (R. dos Sapateiros 177), en la que se sirve desde hace 30 años el que para muchos es el mejor arroz caldoso con marisco de Lisboa.
Una fantasía culinaria por poco más de 13 euros (de ahí que encontrar mesa sea harto complicado) que, tal y como comenta su propietario, Alexandre Gracina, sustituyó en la carta a petiscos más tradicionales a base de bacalao, ya que no hay que olvidar que el local en realidad lleva abierto más de 70 años.
Una reinterpretación de la marisquería tradicional lisboeta es la Marisqueira Azul, recién llegada a la Praça do Comércio pero con mucha experiencia en el Mercado da Ribeira. Moderna en su forma –el interiorismo es obra de Anahory Almeida & Labarthe Architects–, es su fondo clásico lo que de verdad engancha: el pescado y marisco más fresco de las lonjas portuguesas para respetar la estacionalidad y sostenibilidad del mar. Empieza por la parrilhada y termina con un prego, el bocadillo de mollete y filete de vacuno ultrafino que se sirve como colofón a cualquier mariscada en Lisboa.
Aunque para clasicismo formal el de la cervecería Gambrinus, donde los oficiosos camareros te sirven de una forma tan impecable como el traje de chaqueta y corbata que portan. A su sala detenida en el tiempo –el arquitecto Mauricio de Vasconcelos la decoró en los años 60– se acude a cerrar negocios frente a unas almejas al Bulhão Pato de manual, un arroz à pescador de campeonato y un café de sifón de protocolo. Ver cómo lo preparan es un espectáculo.
Disruptivo y nada clásico es, en cambio, Hugo Brito, propietario de Boi-Cavalo, un restaurante provocador ubicado en Alfama, antiguo barrio de pescadores donde la melancolía portuguesa aún lo impregna todo, por algo está considerado cuna del fado.
En este pedacito de esencia lisboeta –en el que caminar entre fachadas desconchadas y señoras a la fresca en las puertas de sus casas con la telenovela a todo volumen de fondo–, el chef se ha empeñado en seguir rompiendo las reglas culinarias más tradicionales a base de espumas, deconstrucciones y mixturas tan locas como unas almejas con curry verde y foie gras.
Brito fue uno de aquellos jóvenes cocineros lusos que en 2017 firmaron el manifiesto por el futuro de la cocina portuguesa en el que se comprometieron a proteger la identidad gastronómica de su país sin necesidad de dar la espalda a la subversión ya la creatividad.
Por ello, en Boi-Cavalo, que ocupa una antigua carnicería que mantiene la puerta original de la cámara frigorífica, siguen explorando cada día ese concepto bistronómico tan poco común en Lisboa en el que lo mismo puedes encontrarte una hamburguesa de gambas con queso y rancho en brioche de estragón que un escalope crujiente de pez gallo al Bulhão Pato con alcaparras.
DULCE Y LITERARIA
Inalterables perduran desde hace un siglo las recetas francesas y la decoración estilo Luis XIV –con pinturas de Benvindo Ceia, vidrieras y estuco– de la pastelería Versailles (Avenida da República, 15). Un local refinado al que ir por su russo con chantilly o su bolo indiano y en el que quedarse (horas) por su café de saco, que ya está filtrado y mezclado a partes iguales con leche en una especie de termo para que sólo tengas que pedir un galão.
Es Martinho da Arcada el café más antiguo de Lisboa. Permanece abierto bajo los soportales de la Praça do Comércio desde 1782 y hubo un tiempo en el que la discusión política, social y cultural que marcaba la agenda de la ciudad se desarrollaba alrededor de sus mesas de madera y mármol, una de ellas, por cierto, reservada a diario desde hace casi cien años para Fernando Pessoa.
Una taza de café, un libro y un sombrero perpetúan el recuerdo del poeta más brillante de la lengua portuguesa en un rincón del salón interior, en el que te sentarás con emoción para hacerte una foto y del que te levantarás con ímpetu en cuanto el camarero te haga la broma de que te acabas de sentar encima de él, ya que el escritor nunca falta a su cita literaria.
Otro grande que también cuenta con mesa en este café es José Saramago, pero quizás prefieras acercarte hasta la nueva casa del Premio Nobel en Alfama: la Casa dos Bicos, un palacete del XVI que perteneció al virrey de la India Alfonso de Albuquerque y en el que hoy se aloja la Fundación José Saramago.
Afuera, bajo un olivo situado frente a su fachada de piedras talladas en forma de puntas de diamante (los bicos), reposan las cenizas del escritor y, en el interior, su esposa, Pilar del Río, al frente de la fundación, se encarga de mantener viva su obra, pero también su legado: “Saramago nos enseñó a cuestionarnos la realidad para curarnos de esa ceguera que nos está haciendo perder los grandes valores”. Y las grandes ciudades, apuntillamos nosotros.