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Destino

Atenas al desnudo

La antigua capital de la filosofía no ha perdido su aura mágica, y espera impaciente a ser redescubierta.

Cada mañana, Pericles, el político más recordado de la antigua democracia ateniense, asciende las escaleras que conducen a la Acrópolis, y desde allí, vigilado por las Cariátides del Erecteón, contempla la inmensidad del horizonte.

Su vista se posa en las recias columnas estriadas del Partenón, leyendo las escenas representadas en sus frisos, reconociéndose en los bustos labrados por Fidias, caliente el corazón por saberse parte de algo inmenso. A sus pies despierta Atenas, la ciudad donde cualquiera es capaz de todo, unida al puerto de El Pireo por largos muros. Y más allá, distante y escondida entre brumas de salitre, apoyada en la pátina dorada del Mediterráneo, destaca la isla de Egina.

Dice Aristóteles que Pericles hervía de rabia al verla, y que ni siquiera la belleza de la Acrópolis podía levantar la negra niebla que se posaba sobre su vista cuando esta se posaba sobre Egina. Independiente y soberbia, la isla se negaba a formar parte del imperio ateniense: y Pericles no podía tolerarlo.

El célebre político, de haber vivido en nuestros tiempos, se habría quitado con gesto cansado la mascarilla, respirado hondamente y partido hacia uno de los excelentes cafés griegos que abundan en el barrio de Plaka, a los pies mismos de la Acrópolis. Las amarguras se olvidan mejor si, sentado en una terraza de la plaza Lysakrátous, se degusta esta bebida que poco tiene que ver con el café europeo, sino con aquellos que preparan en la orilla oriental del Egeo.

Pericles, pieza clave en la formación del primer imperio ateniense, jamás podría sospechar que su ciudad formaría parte de otros cuatro, y que todos dejarían huella en ella.

En Plaka, las iglesias bizantinas y los edificios otomanos son vigilados por los templos clásicos de la Acrópolis, contra cuyos muros rebotan los ecos de una manifestación de pensionistas que luchan por su propia Egina: el espíritu político de los griegos no murió con Pericles.

No todo son luces cuando se pasea por Atenas, ni siempre se respira el aire puro que deja el curso de la Historia. Los edificios modernos que invaden sus barrios rezuman gusto balcánico, uniformes y a menudo inacabados, y las cicatrices de la crisis de 2008 aún sangran en muchas zonas de la ciudad.

Grecia nunca ha dejado de correr hacia adelante, como si la existencia de la Acrópolis fuese un recordatorio perenne de la capacidad de sus antepasados, creando una presión constante que convierte al país en el eterno resignado a no ser el de antes.

No existe en Europa, sin embargo, ciudad más bulliciosa que Atenas, con permiso de la colorida Salónica, ni una vida más mediterráneamente sentida como la que llevan los helenos. Con esto me refiero a su alegría, calma y filosofía, así como la amabilidad que demuestran con los viajeros; y eso, al igual que las ruinas, debería ser también un patrimonio a proteger.

El corazón de Atenas late en la plaza Avissinias, en el céntrico barrio de Monastiráki, donde las cúpulas de iglesias y mezquitas vigilan que nadie robe en los puestos del mercadillo. A lo lejos se distinguen las columnas de las ágoras griega y romana, y es probable que los agorafóbicos comprendan el significado de su miedo al acudir a la plaza Avissinias, el ágora contemporánea, un domingo por la mañana.

La vecina calle de Ermou se llena de puestos cuya comida callejera es un simposio de productos que bien podrían verse en Valencia, Sicilia, o Estambul: buñuelos con miel y canela llamados loukoumádes que se deshacen en la boca, aceitunas grandes como ciruelas, pitas y souvlakis, y vinos dulces, como el tsípuro, capaces de atraer somnolencias.

Todas estas calorías serán necesarias para poder atravesar la multitud y abandonar el ágora actual, el corazón palpitante de la ciudad, hasta adentrarnos en su más decrépito esqueleto: la colina de la Pnyx.

A los pies del lugar donde se gestó la democracia ateniense se abre el ágora griega, cuyo centinela es el templo dórico de Hefesto. La impoluta limpieza de sus columnas es engañosa, pues durante siglos hubo sobre su piedra antiguos grafitos, firmas y marcas de cuantos visitantes admiraron este lugar sin saber a ciencia cierta ni lo que era.

En Atenas se han practicado numerosas “liposucciones arqueológicas”, consistentes en apartar todas las capas históricas de un monumento antiguo hasta que aflore lo más “valioso”: su pasado clásico. Valioso para nuestra sociedad occidental, sostenida en un sistema político cuya andadura comenzó entre los pinos que crecen con vistas a la Acrópolis, rodeando un estrado de piedra que parece querer ubicar al orador en el centro mismo de Atenas. En la Pnyx, el pueblo hablaba y los dioses guardaban silencio: hasta que una peste acabó con el sueño.

Los barrios populares que circundan la Pnyx, como Petralona, son el mejor lugar de Atenas para degustar su plato más democrático: los mezédes. En realidad, como todo buen parlamento, no se trata de una comida uniforme, sino de muchos aperitivos variados como puré de garbanzos o huevas de pescado, berenjenas rellenas de tomate, y ntolmádes (hojas de parra rellenas de piñones, arroz y pasas). Tampoco faltará la omnipresente ensalada griega con pepino y queso feta, ni el yogur, denso como un helado a medio fundir.

Así, de taberna en taberna, podemos ir caminando hacia El Pireo a través de avenidas rectas que siguen las huellas de los antiguos muros que conectaban Atenas con su puerto. El Pireo carece de otro atractivo que sus restaurantes de pescado y su papel jugado en la historia, tal y como sucede en muchos barrios de Atenas.

Los británicos no fueron los primeros en llevarse el arte de la ciudad a su patria, pues fueron venecianos quienes robaron los leones de piedra del Pireo para decorar la entrada a su Arsenal. Cada uno de los imperios que poseyeron la capital de la filosofía se llevó consigo un poco de ella, deseando poseer una ínfima parte de su antigua gloria, hasta dejarla desnuda.

Y, sin embargo, sus calles brillan, sus gentes sonríen y la ciudad irradia vida en un tiempo en el que tanto se habla de muerte. Atenas no tiene ya nada que ocultarnos: por eso se muestra, ahora que no pertenece a nadie, más bella que nunca.

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