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Destino

Moorea: los tres lados del triángulo mágico

Junto a Tahití y Bora Bora, la triangular Moorea es el destino estrella de Polinesia.

Tahití y su península, Tahití Iti, forman un pequeño sistema junto a Moorea. Si la península terminó uniéndose a Tahití, Moorea sigue orbitando alrededor de la isla principal. A sólo 18 kilómetros. Y puede decirse que Moorea, al igual que la Luna, tiene diversas fases, vista desde Tahití. Es algo que depende del momento del día y del lugar. Haremos moverse a la isla satélite desplazándonos nosotros por la carretera de circunvalación. E incluso quietos, la isla se alejará al amanecer, y se acercará aparentemente al avanzar el día.

Desde el puerto de Papeete o desde la Marina de Punaauia, una diversión favorita entre tahitianos y visitantes es «contemplar Moorea». Son célebres los atardeceres. Henri Matisse, que visitó Tahití en 1930, ironizaba al respecto en una entrevista. Contaba que, siguiendo el ejemplo de Gauguin algunos pintores se habían instalado por allí, pero que se limitaban a un único tema, el atardecer tras Moorea.

Esa belleza del atardecer en Papeete es uno de tantos tópicos de los Mares del Sur. Una de esas cosas que hay que ver antes de morir. Tiene la virtud de ser un espectáculo nuevo cada día. El telón de fondo son las montañas de isla Moorea, de una belleza gótica, producto de la violencia volcánica, y que llegan a los 1,200 metros (monte Tohi-vea). Al esconderse el sol tras ellas, se produce un efecto de sombras chinescas, y lo peregrino de sus crestas se destaca.

En Motín a bordo, la película del 84, le ponen al atardecer banda sonora de Vangelis. En la versión del 62, una música más propia, el «Maururu a Vau», melancólica canción tahitiana de despedida. En cualquier caso, con o sin música, y mejor que Papeete, nuestro punto favorito para ver la isla estaría cerca del aeropuerto de Faa’a, pues desde allí, en algún momento de alguna tarde, parece que se venga encima de nosotros.

El cordón umbilical entre Tahití y Moorea es la «navette». Barcos y ferries unen ambas islas. En continuo ir y venir. La distancia se puede resolver en media hora en los más rápidos. Algunos habitantes de la isla más pequeña van y vienen a diario, para trabajar o para estudiar. Tan sólo los turistas utilizan el avión. Turistas que son bastantes. Entre las islas de la Polinesia Francesa, Moorea es una de las más visitadas y es posible que, pese su menor tamaño, tenga tantas plazas hoteleras como Tahití, y lo que es seguro, desde luego, es que dispone de más establecimientos tipo resort, con sus habitaciones palafito, los famosos overwater que crecen por la laguna, imagen ideal para las lunas de miel.

Polos y souvenirs suelen reducir Polinesia a los nombres de tres islas: Tahití, Moorea y Bora Bora. Es el triángulo que proponen, de entrada, las agencias de viaje. No está mal, aunque Polinesia sea mucho más que esto. El que Moorea entre en esa selección es fácil de entender. Volveremos al tópico, pero nadie negará que cuente entre las islas candidatas a la más bella del mundo. Un museo de maravillas geológicas y un muestrario de azules en el mar y de verdes en la tierra.

Volviendo al símil del planeta (Tahití) y del satélite (Moorea), lo que nos impulsa a subir a la «navette» es conocer el otro lado de la luna, es decir, lo que no vemos desde Papeete. Dada la forma triangular de la isla, los lados que se ocultan son dos, en realidad, oeste y norte, y debe reconocerse que lo que aguarda en ellos merece el viaje.

Por el lado norte se abren dos bahías, profundas como dos fiordos tropicales, la de Opunohu y la de Pao Pao, también conocida como bahía de Cook. Ellas hacen que el triángulo de la isla se convierta en un pájaro que abre sus alas. En la cabeza del pájaro, entre ambas se alza el monte Rotui, sagrado para los antiguos polinesios. Al final de cada bahía desemboca un río importante, y estas aguas dulces, abren dos pasos simétricos en el arrecife, por donde pueden pasar grandes barcos.

Opunohu o Pao Pao. Puede discutirse cuál de las dos es mejor. Le pido a mi amigo Primi Garate, traductor entre otras cosas, un navarro que vive desde hace años en Moorea, que decida por mí, si es que puede. La de Pao Pao sería más famosa por la memoria de Cook y por las montañas que la rodean, pero empieza a estar demasiado poblada, con sus escuelas, su estación de servicio Mobil, y hay ya demasiados hoteles.

Nos decantamos por el bucolismo de Opunohu, mucho más apacible, más virgen. Me cuenta también que esta bahía, la del oeste, es de aguas más profundas, y que cuando llega un crucero de los grandes de verdad, es en ella donde descansa. En su día, disfrutó del espectáculo de ver allí el Queen Elizabeth II.

De lo icónico de Opunohu da fe que saliera en las monedas. Salía en las de 50 y 100 francos polinesios. Hasta hace unos meses. Se trataba del perfil del monte Mouaroa, también llamado Diente de Tiburón, al sur, visto desde la bahía, perfil que juega a asemejarse al de las velas de unas canoas, grabadas en primer plano. Buena elección para una moneda: la naturaleza es el gran tesoro de estas islas.

Y buena elección la de Opunohu como escenario de películas. En 1984, se rodó allí Motín a bordo, última versión de la aventura tahitiana por excelencia. La producción buscó un lugar visualmente incontaminado. Es allí donde vemos anclar la réplica de la Bounty, al mando de Anthony Hopkins y Mel Gibson, aunque la localización histórica fuera una bahía muy distinta, mucho más abierta, la de Matavai, en Tahití, pero mucho más intervenida por la civilización.

Hablando de cine, vistas de Moorea desde el aire aparecen en la muy reciente Pacifiction de Albert Serra, y y pronto comenzaría a filmarse Waltzing with Brando, una película cuyo rodaje se viene anunciando desde 2019, y en la que Billy Zane, el villano de Titanic, hará de Marlon Brando (el lugarteniente de la Bounty a quien Mel Gibson no ha eclipasado).

La trama está basada en las memorias Bernard Judge, un arquitecto a quien el actor convenció para acompañarle a Polinesia, y plantear una utopía en su atolón de Tetiaroa. Habrá que aguardar un poco. No me fío mucho de Billy Zane, pues aun pareciéndose algo a Brando, no sé si dará la talla. Pero me fío bastante de los paisajes de Moorea y de figurantes como mi amigo Primi.

EL SEGUNDO LADO OCULTO DE ISLA MOOREA

Pasamos al segundo de los lados ocultos de Moorea, el de la costa oeste, que es otro espectáculo. Sobre todo, si lo vemos desde el mar, desde fuera del arrecife que la protege. Esta costa propone una lectura nueva de las montañas. Son éstas tan singulares que se transfiguran al variar la perspectiva. Los productores de Motín a bordo buscaban un marco virginal, pero el mismo monte Mouaroa puede que resulte más pintoresco incluso desde aquí, enmarcando la iglesia de Haapiti, con sus dos torres blancas y sus dos chapiteles rojos. El salvajismo basáltico aparece domeñado.

Estas idílicas poblaciones tahitianas parecen demostrarnos cómo convivir con la naturaleza. Hasta esta costa oeste llegan las grandes olas desde la lejanía antártica, y rompen contra la barrera del coral. Es el lugar donde practicar el surf, accediendo en lancha o moto de agua. Y desde el arrecife, hasta la isla, se extiende, por contraste, la calma de la laguna. Este doble mundo caracteriza a las islas polinesias.

Desde la orilla, y pese a la placidez del agua que vemos, llegará día y noche un rumor continuo, el de las olas que atacan al coral infructuosamente, como una maquinaria lejana, en el horizonte intermedio que supone el arrecife. La laguna regala a la vista todo tipo de peces, algunos de los más extravagantes en cuanto a formas y colores, como un lujo que se puede permitir en la paz de allí dentro. Incluso los tiburones son inofensivos en estas aguas someras.

Los guías locales invitan a los turistas sorprendidos a bajar de las lanchas, e intimar con los escualos, a acariciar a las rayas en la tripa. A la altura de Haapiti le da por vivir en la laguna a una colonia de delfines. Son de una especie tímida, no muy grandes, Stenella Longirostris, delfines de hocico largo, o giradores. A los demás delfines les va más la acción del océano abierto.

Junto a sus montañas, los cetáceos son otro de los orgullos de Moorea. Algunos son huéspedes fijos, como esos delfines empadronados en Haapiti, pero la mayor parte (delfines de otras especies, rorcuales o cachalotes) son estacionales. Son visitantes famosas las ballenas jorobadas. A estos animales les sucede como a las grandes olas: llegan desde el frío de la Antártida donde pastan krill. Se acercan a Moorea entre julio y noviembre, primero para aparearse, y después para dar a luz y cuidar de las crías. Los tiempos encajan. La gestación les dura aproximadamente un año.

El acoplamiento será difícil verlo, pues dicen que macho y hembra descienden hasta profundidades imposibles para los buceadores, pero sí que es fácil ver a las ballenas cuidando de sus crías. Un espectáculo maravilloso. Puedes nadar junto a ellas, sin que necesites sino tus gafas y tus aletas. Algunos tiburones pueden pasar por debajo, pero la contemplación de las ballenas invita a relajarse. Sus largas aletas pectorales les ayudan a danzar y a parecer más humanas. Sus recién nacidos miden 3,5 metros y pesan 900 kilos. Ya se acostumbrarán al frío cuando crezcan, porque en Moorea, las ballenas madres buscan aguas cálidas al norte de la isla, al este de Pao Pao, del lado del océano, pero al abrigo del arrecife.

EL LADO VISIBLE, LA COSTA ESTE

Ya hemos hablado de los dos lados de Moorea invisibles desde Tahití. Pero el lado visible, la costa este, no deja de tener su encanto. Si decía al principio que, en Papeete, una distracción popular era contemplar Moorea, desde aquí, la distracción es la recíproca, contemplar Tahití. Y el momento clave, el amanecer. Las montañas de la isla grande no son menos atractivas. El rey Orohena, de 2,241 metros de altitud, estará coronado usualmente de nubes, quedando a su derecha el perfil quebrado de la Diadema, el monte Te Hena o Mai’ao.

Por las noches, también tiene su gracia el tomarse un cóctel en una terraza viendo la iluminación de Papeete y Punaauia, las zonas más pobladas de la muy despoblada Polinesia. Algunas luces de algunas casas trepan, tímidamente, por las laderas, pero no se atreven a llegar muy alto, y la oscuridad total de las montañas intercepta las estrellas.

Al norte de la costa oeste hallaremos la playa pública de Temae, buen lugar para quien quiera practicar esnórquel sin dificultades. Está cerca de uno de los hoteles importantes, del Sofitel. Y cerca del aeropuerto. Algo más al sur está Vaiare, con la estación de los ferries. La tranquilidad de este puerto tiene poco que ver con el ajetreo del de Papeete, plagado de grúas y contenedores. Los habitantes de Moorea vienen hasta aquí a coger la «navette», algunos de ellos a diario, para trabajar o estudiar.

De un lado y otro de la isla, en sentido horario y antihorario, llegan al puerto dos peculiares autobuses. «Les trucks». Camiones adaptados, con bancos de madera, muy pintorescos. En ellos se paga o no se paga, según te lleves con el conductor y, en cualquier caso, no hay billetes. Para solicitar la parada se da un grito, o ni tan siquiera, pues los viajeros habituales ya se sabe dónde bajaban. Los horarios no son exactamente japoneses. El «truck» hace hoy menos servicios, y se alquila para ocasiones especiales.

Hemos hablado de los tres lados del triángulo de Moorea, pero falta hacerlo de su interior. Al sur de las dos bahías, y dejando en retaguardia el monte Rotui, hay una zona rica en cultivos. Cocoteros, desde luego, pero también plantaciones de piña y de vainilla. La vainilla, uno de los perfumes de las islas, que hoy se mezcla con el de la flor de tiare, no llegó en realidad a Polinesia hasta mitad del siglo XIX. Se dice que todo lo malo aquí es importado, pero vemos que también hubo algo bueno. Camino del famoso e inevitable Belvedere, que es el mirador privilegiado sobre las bahías y las montañas, se halla el corazón espiritual del culto antiguo.

Antes de subir a ver el paisaje, conviene detenerse a revivir el paganismo. Es un conjunto formado por dos maraes, templos polinesios, Mahin y Ti’i-rua, viejas arquitecturas de basalto y coral. El mayor tiene un perímetro de 40 por 17 metros. Por la zona crecen unos de los árboles más impactantes del archipiélago, los mapes, que arrancan del suelo con unos aguzados contrafuertes, y se elevan después vertiginosos. Algunos de estos árboles han colonizado los templos, y surgen en medio de las viejas losas.

Visitar estos maraes conduce a pensamientos melancólicos, pero por entre las piedras, ajenos a los tabúes de antaño, nos distraen también las gallinas y los gallos, de suntuoso plumaje, que andan cazando escolopendras, y que no tienen otro corral que la isla entera. Son gallos que cantan a cualquier hora, no respetan la noche. Y que pululan descontrolados. Cuando volvamos de Polinesia nuestras casas, echaremos de menos sus cantos extemporáneos, como tantas otras cosas de las islas.

ALGUNAS RECOMENDACIONES AL VIAJERO

Se puede llegar a Moorea desde Tahití tanto por barco, en la «navette», como por avión. Hay tres compañías marítimas: dos ferries (45 y 50 min) y dos rápidos (30 min) con menos vehículos que los ferries. Muchas travesías diarias. Existen conexiones aéreas con otras islas, con Bora Bora, por lo menos. Sugeriríamos el barco, pero también desde el aire es digna de verse esta isla.

Frente a los complejos tipo resort, son recomendables, tanto por precio como por autenticidad las pensiones de familia. También existen villas lujosas en alquiler. Los resorts ofrecen cenas amenizadas con danzas típicas, algunas veces, el “ma’a Tahiti” o “comida de Tahiti”, hecha lentamente en “hima’a”, un horno bajo tierra. Pero estos espectáculos y cenas están abiertos a quienes se alojan fuera del resort. Cuestión de consultar su web.

Hablando de comida, hay sitios recomendables por su emplazamiento. El Snack Taohere plage se halla junto a la Plage des Tipaniers, y junto a algunas de las villas más vistosas. En Opunhu, se ha abierto hace poco el Tamahau, a la orilla de la bahía, entre la carretera y el mar, sitio donde comer al aire libre, pero, sobre todo donde disfrutar de un cocktail, un típico maitai, por ejemplo. Hasta los autóctonos se les quita el hipo redescubriendo su bahía desde esta terraza.

La cocina tahitiana cuenta con productos peculiares. Los frutos del árbol del pan, vinculados a la historia de la Bounty, por ejemplo. Si se tiene suerte, porque no siempre los hay, se pueden probar los beignets de Ina’a, algo parecido a la tortilla de camarón, pero hecha con alevines de anguila, el equivalente polinesio a las angulas. Lo malo es que ningún restaurante se atreve a ofrecerlos. Deberíamos dejarnos invitar por una familia. 

Experiencia que merece la son los oficios religiosos, católicos, pero sobre todo protestantes. Las confesiones protestantes se adelantaron por aquí en la evangelización. Los himnos o himenes son hermosos, música comunitaria enormemente espiritual, pero con raíces ancestrales.

Para moverse, lo mejor es alquilar un carro. En su defecto, numerosas empresas que ofrecen servicios de excursiones en 4×4, que permiten conocer el Belvedere, las bahías, los maraes y alguna plantación. O las bicicletas. La escritora Elsa Triolet y su marido ya recorrieron en bici Moorea a comienzos del siglo XX.

El mundo del excursionismo es infinito, y depende del riesgo que se quiera aceptar, desde el paseo más pacífico hasta la escalada a los montes de crestas más afiladas. Junto a Afareaitu, costa este, hay una famosa cascada permanente. En época de lluvias surgen muchas más.

Si se llega la temporada adecuada (entre julio y noviembre) sería imperdonable no aventurarse a nadar con las ballenas jorobadas. Hay empresas que saben localizarlas perfectamente, y te conducen hasta ellas. Un valor añadido de estas excursiones de esnórquel, la experiencia de la salida al mar por los pasos, y las perspectivas nuevas, desde el mar, de la inagotable geología de Moorea.

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