Inaugurado en 2016, este establecimiento es el reflejo de las pasiones e inquietudes de Inés Miró-Sans: aquí el cliente se siente vecino y el vecino no solo cliente.
Un hotel que es una casa. Un bar que es una oficina. Un restaurante que es una discoteca. Un vecino que es un cliente. Y un cliente que ya se puede considerar un vecino. Abierto en 2016, el hotel Casa Bonay ha buscado desde aquel mismo momento lograr todo esto, que ha sido el santo grial de la hostelería contemporánea durante más de una década. Derribar los muros de la última frontera, la de los hoteles, espacios que durante siglos se han valorado más por su capacidad de abstraerse de la ciudad que los alberga que por fundirse con ella. Y una vez derribados esos muros, convertir aquello del hotel abierto a la ciudad en algo real, no en otra frase de usar y tirar cuando la moda presenta una nueva obviedad.
El suelo de la entrada al hotel y del mismo bar Libertine, donde se mezclan clientes, vecinos, curiosos y nómadas digitales, es del mismo pavimento que las aceras de L’Eixample en el que se ubica. El barrio entra hasta el corazón del establecimiento. Si debajo de los adoquines de París los sesentayochistas adivinaban la playa, bajo Casa Bonay están las calles de Barcelona. “Y llegan hasta el final”, interviene Irene Miró-Sans (Barcelona, 39 años), fundadora del establecimiento. “Quería un espacio en el que mis amigos pudieran sentirse cómodos, un lugar que no intimidara, que al entrar no hubiera un mostrador con unas personas observándote. Abrirse a la ciudad, pero de verdad, porque esto se ha manoseado mucho como concepto y, en Barcelona al menos, creo que solo lo llegó a conseguir el hotel Omm”.
Casa Bonay está ubicado en un edificio de 1869. Las paredes son imperfectas, las medidas no siempre fáciles de tomar. Pero si debajo del hotel debía estar el pavimento de la ciudad, en su corazón había que mantener el espíritu de la Barcelona burguesa del siglo XIX que impregna este lado derecho de L’Eixample. Las habitaciones iban a ser de tamaño medio o incluso pequeño (20 metros cuadrados aproximadamente), pero los espacios comunes, amplios y decorados con una suerte de eclecticismo armónico. Si no había sitio para poner una piscina, se ponía una ducha. Era una casa en la que recibir visitas. Ahora, con el paso de los años, la anfitriona ha, de alguna manera, madurado. “Igual ahora me apetece que haya habitaciones más grandes, con más cosas, incluso una barra de bar dentro, porque tal vez somos más de fiestas en petit comité cuando nos hacemos mayores. A mí me encantaba viajar por Europa a esos hostales con 15 personas por habitación y con esos bares en los que pasaba de todo. De hecho, mi primer proyecto, el germen de todo esto, era un hostel en Ciutat Vella con un bar que se llamaba Pa amb Tomàquet”, recuerda la anfitriona, quien ahora también apuesta por la posibilidad de trabajar desde dentro de la habitación, no desde el bar. En el hotel hay un residente que se mudó a trabajar desde aquí con la pandemia, a pesar de tener piso en el cercano Poble Nou. Y ahí sigue. El cliente como fuente de inspiración.
ica es un espacio versátil de 500 metros cuadrados que es parte de Casa Bonay. Se divide en dos zonas: la primera, Nica Bar, que es ideal para celebraciones íntimas, y la segunda, Nica Meetings, para reuniones de trabajo, presentaciones de producto o shootings.
En el proyecto que está fraguando Miró-Sans junto a su equipo en el Empordà y que tiene prevista su apertura en 2024, incluye la opción de alquilar temporadas invernales enteras para trabajar desde ahí. “Aunque el espíritu del espacio está realmente centrado en el wellness. Tendremos un circuito de spa de 45 minutos que se hará en privado y rodeado de vegetación. Nada de chorros y cloro por todas partes”.
Siente que en el Empordà en el que ella va a abrir hay casi tanto por hacer como en L’Eixample en el que ubicó Casa Bonay hace más de un lustro. “El barrio me enamoró, pero entonces no había casi nada de lo que hay ahora”, apunta Miró-Sans con respecto a una zona que ha vivido una transformación tranquila, poco estridente, al menos para los estándares de una ciudad en la que hay tanta tendencia a criticar lo nuevo como a criticar a los que critican lo nuevo. Barcelona gana cuando sus gentes empatan. Y Casa Bonay ha intentado siempre ser muy de la ciudad, con su iluminación de Santa & Cole, las mantas de Teixidors, la tienda montada junto a los responsables de Apartamento Magazine, las lecturas propuestas por Jan Martí de Blackie Books o los muebles de Marc Morro.
“Cuando empezamos había muchas ganas de todo, luego la cosa se complicó mucho y ahora siento que nos volvemos a alinear en esta ciudad”, apunta Miró-Sans. “El problema sigue siendo cómo lograr alcanzar el modelo ese de turismo de calidad que todos dicen querer pero que me parece complicadísimo de definir”. A ella, lo que realmente le costó definir fue el restaurante de Casa Bonay. “Fue un poco drama, no te voy a mentir. Creo que arrancamos con un proyecto con vinos naturales y carnes maduradas que, no sé, hace siete años, igual no se entendía aún”. Luego se aliaron con los de Xemei, otro tótem de la Barcelona de la última década. Pero tampoco terminó de cuajar. Ahora, en Bodega, la última reencarnación del restaurante, el chef Giacomo Hassan apuesta por lo local y la cosa ha hecho finalmente clic. “Es que cuando alguien venía y me decía: ‘Pues fue mi suegra a comer al hotel y…’. Uf, me ponía a temblar. Ahora, bueno, creo que incluso podríamos plantearnos abrir algo en Madrid si se encuentra el emplazamiento correcto. Estamos preparados para todo y creo que también está la gente preparada para nosotros. Nos movimos mucho por la piel y ahora hemos aprendido a hacerlo con piel y cabeza”.